domingo, 31 de mayo de 2009

chanclas en la puerta

Me había mudado hacía poco a aquella vieja casa. Aunque mi piso era un cuarto y el edificio bastante antiguo, había un ascensor de madera que había usado todos los días. Las puertas tenían una reja metálica por fuera que había que cerrar a mano. Hasta el día en que se averió y usé por primera vez la escalera. Me sorprendió que en el segundo hubiera una puerta abierta. Tenía una cortinilla de tiras y la entrada estaba iluminada con velas. Tres zapatillas colgaban de un clavo en la puerta. Por la tarde el ascensor aún no funcionaba y al bajar, la puerta seguía abierta. Me decidí a entrar. Saludé con un tímido "¿hola?" y una voz femenina me invitó a adentrarme. Una chica joven vestida un poco a lo hippy con un vestido azul y un gran moño me hacía gestos para que siguiera entrando.
-Perdone que haya entrado pero había visto la puerta abierta esta mañana y al verla abierta aún por la tarde me he preocupado un poco.
-La puerta siempre está abierta. Pase. ¿Quiere tomar algo?
-No quisiera molestar y salía a hacer unos recados.
-Vamos, vamos, seguro que tiene tiempo para un té. Ya lo tengo hecho.
-Bueno, si es así...
El té estaba realmente bueno, muy especiado y no muy dulce. Le pregunté por el tipo de té y me dijo que lo preparaba ella.
Se hizo un silencio un poco incómodo y se me ocurrió preguntar:
-¿A qué se dedica?
-Soy cuidadora de gatos. ¿Acaso no se nota por lo que hay colgado en la puerta?
-Claro, claro.-Contesté un poco perplejo y entonces observé que había varios de ellos por el salón observándome.- ¿Y no se escapan con la puerta abierta?
-No, los cuido muy bien y no tienen necesidad de irse y si lo quieren hacer, son libres.- Y entonces me pasó la mano por la cabeza y noté un gran calor y una maravillosa sensación de paz.- Le traeré un poquito de leche para contrarrestar el té.
-Me parece buena idea
Después de decir esto, noté un agradable sueño que me entraba. La mujer, que entraba con el vaso en la mano, lo dejó en la mesa. Me abrazó y como si no pesara nada me levantó y me dejó suavemente en el sofá. Quise decirle algo pero ella se adelantó a mis intenciones:
-Shh. Relájese y duerma un rato si quiere, a mí no me molesta. Cuando se despierte ya decidirá si quiere irse o hacerme un poquito más de compañía.
A mí me pareció buena idea así que cerré los ojos y me dispuse a aceptar aquella amabilidad.
Me desperté y tuve ganas de ir al baño. No vi a la mujer por ningún lado así que empezé a andar por la casa hasta que me llevé el susto más grande de mi vida al encontrarme con el espejo del baño. En lugar de mi reflejo, vi un gato. Pero no era un gato de la casa. El gato era yo, que me miraba a mí mismo con unos ojos más verdes que los míos, pero rasgados e inquietos. Entonces me miré las manos y las vi como en el espejo, peludas y con uñas que me salían de los dedos. Salí corriendo hacia la puerta e instintivamente fui a llamar al ascensor. La mano que apretaba frenéticamente el botón volvía a ser la mía. Entonces, la mujer, salió al rellano y con una sonrisa me dijo:
-Vuelva cuando quiera a tomar té, la puerta siempre está abierta.
La verdad es que es una gran cuidadora de gatos y como está dos pisos por debajo de mi casa, tengo que reconocer que voy de vez en cuando a tomar un té y a olvidarme de mis problemas.

miércoles, 6 de mayo de 2009

El duque

Solía encontrarle en una placita cerca de un centro de distribución de metadona. Pedía con mucha educación. Con su pelo largo y lacio, grasiento pero bien peinado, con la calavera moldeando una piel que mostraba una cicatriz en el pómulo izquierdo. Siempre con su cantinela de "unos centimillos para un duque venido a menos", que adornaba con un gracioso acento como de ruso de película. Con un ojo buscando viandantes y el otro vigilando unas bolsas que ordenaba en una esquina, arrastraba una pierna con una muleta parcheada con cinta americana.
Un día desapareció, supongo que fue a otro lugar, ciudad o vida. Prácticamente le había olvidado hasta que, hace poco, y repasando unas fotos viejas de un viaje maratoniano que hice por los países del este cuando era estudiante, me encontré una que me llamó la atención. En alguno de las decenas de palacetes que habíamos visitado, retraté una chimenea que tenía encima una foto muy bonita. Grande y en blanco y negro, comida por el tiempo y convertida en tonos sepias y grises. Rodeada por un marco de plata grueso, en ella se veía a una mujer con un bebé en brazos, hermoso como un querubín de Rubens, con un feo apósito colocado sobre su mejillita izquierda.