viernes, 29 de junio de 2012

ego veritas

para cuando el alcohol ha conseguido vencer mi timidez, ya ha conseguido convertirme en un gilipollas

martes, 26 de junio de 2012

Cthulhu

He sido un dios terrible y vengativo. He sellado vuestra casa. La he dejado a oscuras y he tapiado sus puertas y ventanas y sólo una agónica inanición os espera. A los que estabais fuera, os he envenenado, os he pisado y he barrido vuestros cadáveres, que a centenares, cubrian el suelo con una capa de muerte negra. He mandado luego una inundación para borrar todo rastro vuestro. Los que aún así os habéis escapado, no os creéis falsas esperanzas. Viviréis una semana más con la ilusión de una nueva vida. Pero os veo y aún no tengo fuerzas, pero en cuanto me recupere, os perseguiré, os buscaré en vuestras cuevas, en los resquicios que se me escaparon la primera vez y terminaré, de una vez por todas, con vuestra presencia en mis dominios.

domingo, 24 de junio de 2012

grouchada XI

me llaman y me dicen que alguien quiere conocerme. pienso que eso sólo puede pasar mientras no me conozca.

jueves, 21 de junio de 2012

filosofando al contrario

quienes somos no nos define como personas. son nuestros actos los que nos cualifican y nos colocan las etiquetas reales con las que merecemos ser clasificados.
(según mi modo de entender las cosas)

sábado, 9 de junio de 2012

El hombre del prado

      Junto a las enormes columnas del Museo del Prado, arriba, a la derecha, hay una pequeña ventana que permanece iluminada todas las noches. Con el marco de madera vieja y mal pintada, adquiere un aspecto humilde al lado de las ciclópeas piedras que rodean la entrada. Siempre la veía al salir de mi turno de noche cuando iba paseando para llegar a la parada del autobús, sorteando gente que habla sola o parejas que no hablan, pero ríen o lloran. Una noche en la que salía especialmente cansado, me senté en un banco justo al frente y me quedé dormido. Se me hizo de día y decidí ir a desayunar al primer bar que encontrara. Iba a entrar en uno cuando una voz queda, casi como un susurro, me dijo "ahí no". Me giré un poco asustado porque, aunque el que hablaba lo hacía muy bajito, le oí casi como si estuviera dentro de mi cabeza.
     -"¿Disculpe? ¿Me habla a mí?"
     -"Sí. Perdone si le he asustado. Le decía que no vale la pena que entre ahí. En ese bar sólo se preocupan de sacarle las pesetas a los viajeros que salen despistados de la estación. Venga conmigo que conozco uno donde le darán el doble por la mitad. Buena gente y amigos de hace años. Sígame. Ah, y un café excelente en lugar del aceite de ricino que le iban a poner."
     No sé qué hizo que confiara en aquel hombre de aspecto un poco desaliñado, con la camisa a cuadros un poco sudada y a punto de oler ofensivamente, el pelo obviamente sin haber sido cortado en años por unas tijeras que supieran lo que se hacían, barba de la de encender cerillas, aunque las manos las tenía delicadas y bien aseadas. 
     -"Le había visto pasar por la calle algunas noches y hoy cuando salí a desayunar y vi que iba a meterse en ese nido de estafadores no pude evitar entrometerme. ¿Tenía razón con los churros?"
     -"La tenía, están estupendos y menuda ración."
     El hombre esbozó una sonrisa y en mi cabeza embotada aún notaba que algo de lo que me había dicho tenía interés pero se me escapaba. Quizá después del café supiera lo que era.
     La noche siguiente, al pasar frente al Prado, volví a ver la ventanita iluminada, pero esta vez se abrió y una mano apareció a su través, haciéndome señas como de stop. Me quedé desconcertado porque tampoco estaba muy seguro de si eran a mí, aunque, mirando alrededor, tampoco había nadie más. Así que me quedé parado, esperando no sé muy bien el qué, junto a una fuente en la que una mujer sujeta un pez. De un lateral, apareció el hombre del día anterior. Venía resoplando un poco. Llevaba la misma ropa aunque limpia. Me habló con la voz un poco entrecortada:
     -"Buenas noches. Tenía miedo de que no se parara."
     -"Menuda sorpresa. ¿Trabaja usted en la seguridad?"
  -"Algo así. ¿Tiene tiempo para dar un pequeño paseo? Le acompaño un rato a donde vaya, no puedo estar fuera mucho rato."
     -"Claro que sí. Venga hombre. Se lo debo por llevarme a tan grato desayuno ayer."
     Al principio andamos sin hablar nada. La verdad es que hacía buena noche y el cielo estaba despejado. Daba gusto andar con el poco tráfico de la madrugada y disfrutando de la luna y alguna nube suelta. Decidí romper el hielo:
     -"Entonces es usted guarda del museo."
    -"Jajajaaaa. Noooo. Qué va. Trabajo dentro del edificio y en seguridad, pero no en esa. Es un poco complicado de explicar."
     -"Bueno, no entiendo muy bien lo que me dice. Pero si no puede contármelo, no pasa nada. Mire, dentro de dos días, le hago un favor a un compañero y voy a salir un poco más tarde. Si me vuelve a llevar a desayunar a aquel bar al que fuimos ayer, por mí es suficiente."
El hombre me miró por encima de las gafas que llevaba en la punta de la nariz y con una sonrisa me dijo: "Le esperaré. Ahora tengo que irme."
     Nos despedimos.
    Al día siguiente la luz estaba encendida, como siempre. Pero la ventana permaneció cerrada. Bueno, al fin y al cabo habíamos quedado para el otro día, así que no me extrañó. Autobús y para casa.
    Cuando se me estaba terminando el turno, sentía una extraña excitación. Me recordaba a la sensación que tenía de adolescente, cuando se acababa la clase y tenía que ir a buscar a aquella niña de pelo rizado y ojos azules a la puerta del colegio de monjas. No estaba seguro de si aquel hombre pequeño y gracioso de hechuras vendría. Pero cumplió. Me estaba esperando apoyado en la columna de la derecha.
    -"Buenas noches."
    -"Casi buenos días."
    -"Es cierto. ¿Hace mucho que me espera?"
    -"No, acabo de bajar. ¿Vamos?"
    -"Venga."
    Me corroía la curiosidad por saber a qué se dedicaba aquel hombrecillo enjuto, parecido casi a un Einstein sin bigote y mal afeitado, porque está claro que guardia no podía ser. Llevábamos un ratito andando sin hablar y me decidí a preguntarle.
    -"¿Qué es lo que hace en el museo?"
   Me miró abriendo mucho los ojos y mostrando un ápice de sorpresa. Dio algunos pasos más antes de contestarme.
    -"En realidad vivo en él. Y lo que hago, bueno, es un poco difícil de creer."
    -"¿Vive en el museo? Pero, ¿por qué y a qué se dedica, pues? Me dijo que tenía que ver con la seguridad."
    -"Sí, pero no con la del museo. Mire, si se aviene a pasear un rato, se lo cuento. No se lo podría contar en el bar."
    La verdad es que la curiosidad pudo al hambre y al cansancio y consentí. El hombre empezó a contarme esta historia:
   -"Vivo en el Museo aunque en realidad soy como una especie de prisionero con privilegios. No sé muy bien por dónde empezar. Lo que yo hago es pintar. Tengo un don, aunque no para la pintura o el dibujo. En realidad soy muy malo, espantoso diría yo. Lo descubrió una maestra cuando era pequeño. Tengo el don de dibujar el futuro. Es un poco como la escritura automática. Cojo un lápiz o un pincel y los trazos salen solos, como si alguien guiara mi mano. Cuando estaba en primero, pinté a mi maestra con la pierna escayolada y a la semana siguiente, se cayó por las escaleras. Luego dibujé su coche, con la trasera hundida y a la semana, zas, un coche le dio un golpe por detrás. A la profesora le dio miedo y se lo contó a un amigo suyo científico. Me vinieron a buscar. Dijeron que me habían dado una beca de artes plásticas. Yo vivía en un pueblo pequeñito y éramos muchos hermanos. Mi madre, viuda joven, vio la posibilidad de darme un futuro mejor y de aliviar un poco su carga y dejó que se me llevaran. Empezaron a darme clases de dibujo y pintura, pero yo no mejoraba. Seguía dibujando como un niño de cinco años. Pero como podía explicar lo que significaban los dibujos, pensaron que podían usarme con fines militares, políticos, económicos..., yo que sé. Sólo era un niño lejos de su casa. Estaba con una familia de acogida que me trataron muy bien mientras estuve con ellos. Me pasaba el día pintando y diferentes profesores de arte intentaban explicarme las leyes de la proporción, de la perspectiva, teoría de colores... Yo lo entendía todo, pero era coger el lápiz y seguir dibujando como un niño, rayajo arriba, borrón abajo. A los diecisiete años me pasó algo que enfureció a los que me estudiaban. Dejé de poder explicar mis dibujos, incluso empeoré mi técnica. Aún así, mis dibujos seguían acertando. Cuando ocurría algo importante, siempre había algún dibujo mío que cuadraba de forma extraña y precisa con el hecho. Así pues, desde entonces hay un equipo de analistas especializados en intentar descifrar mis dibujos, mi mierda de dibujos, para intentar sacarles algún provecho. Algunos éxitos importantes han hecho que les siga siendo útil y no me dejen vivir en paz."
    A mí, todo lo que me contaba me sonaba a chifladura, pero era cierto que salía del museo, así que le dejé seguir.
    -"¿Y por qué vive en el museo?"
    -"Lo pedí yo. Amenacé con no volver a coger un pincel si no me dejaban. Cuando cierran el museo, me gusta pasear por las salas y olvidarme de lo malo que soy. Supongo que con la esperanza de que se me pegue algo de los maestros. A veces pienso que si no tuviera este don, a lo mejor podría pintar bien. No es normal que lleve todos estos años dibujando y pintando y no mejore nada. Pero es imposible. A veces pienso que voy a pintar un limón, algo fácil, amarillo y redondo. Pero los trazos en seguida se tuercen y acaban siendo otra predicción."
    Yo le miraba y no sabía qué decir. La verdad es que no daba ningún crédito a lo que me estaba explicando.
    -"Cuesta de creer, ¿no? La verdad es que me la estoy jugando un poco contándoselo. Me lo tienen prohibido. La verdad es que llevo tiempo viéndole pasar a través de mi ventanuco. No hablo con mucha gente, y el día de los churros, pues me pareció una excusa estupenda para entablar conversación. Pero hay algo más que tengo que contarle, o mejor dicho, darle."
    Se quedó callado un rato y seguimos andando. Yo le miraba ansioso porque no acertaba a adivinar de qué me estaba hablando. Él miraba al suelo y retorcía un periódico entre sus manos. Sin decir nada, se sentó de repente en un banco. Yo me senté junto a él. Entonces me miró y abrió el periódico. Desenrollándolo de dentro sacó un folio y me lo alcanzó.
    -"Tome esto es para usted."
    Lo miré y había un sol mal dibujado, como un haba amarilla con rayos alrededor, unos garabatos como una madeja enmarañada a la derecha y unas formas ligeramente geométricas a la izquierda. Una manchurrón indefinible ocupaba el centro. No entendía nada. Miré al hombre y él me dijo:
    -"Es uno de mis dibujos. ¿Ve lo que le digo? Es horrible. Lo que me atormenta es que por primera vez en mucho tiempo tengo alguna idea de lo que es."
    -"Bueno, igual está recuperando esa facultad después de tanto tiempo. ¿Qué significa?"
    -"No sé cómo decirle esto sin que me tome por loco, pero tiene que creerme: es el día de su muerte. No sé más. No sé lo que significa el dibujo. Va a tener que interpretarlo usted."
    Un escalofrío me recorrió el espinazo y en lugar de tachar de orate a mi compañero y tirar el dibujo a la primera papelera, me despedí y me fui a coger el autobús. No podía dejar de mirar aquel papel manchado de cualquier forma y pensar que mi vida podía depender de aquello que bien podía ser una estupidez.
    Estuve obsesionado. Si lo que me había contado aquel hombre era verdad, tenía una semana para tratar de averiguar qué era aquello. Estuve evitando pasar frente al museo al salir del trabajo, aunque ello me llevaba a dar una vuelta enorme para llegar a la parada del bus. Colgué el folio en la nevera y lo miraba constantemente, pero no conseguía ver nada.
    Habían pasado cinco días ya y seguía con la incógnita. Por la tarde, mi hermana vino a verme con su hijo pequeño de dos años y medio. Toñín se quedó mirando el dibujo de la nevera y señalando la figura del medio me miró riendo y dijo: "¡Tito, tito!". Mis ojos se abrieron como platos. Le pregunté: "¿Soy yo?" Y me dijo que sí. Señalando otra parte del dibujo le pregunté:
    -"¿Y esto qué es?".
    -"¡Pamión, pamión!".
    -"¿Y esto?"
    -"¡Acufú, acufú!"
    ¿Qué demonios era un acufú? Le pregunté a mi hermana qué era un acufú, y ella, muerta de risa me dijo que un autobús. Yo me quedé blanco. Mi hermana se asustó, pero no le pude explicar el por qué de mi reacción. Decidí no coger el autobús para ir a trabajar aunque el metro me dejara más lejos a la ida y a la vuelta tuviera que esperarme a que abrieran. Me sentía como un idiota perdiendo el tiempo de esa forma, pero tampoco podía dejar de hacerlo.
    Dos días más tarde, un camión chocaba con el autobús de mi línea justo al amanecer, a la hora en que suelo cogerlo. Cuando lo vi en las noticias, un sudor helado recorrió todo mi cuerpo. Noté cómo se me iba la cabeza y me tuve que sentar. Me quedé en casa sin ir a trabajar.
    Un par de días más tarde, volví a pasar por el museo. Me quedé mirando la ventana iluminada, pero ni se abrió ni salió nadie. Volví a pasar por el bar y pregunté por el hombre. Me dijeron que hacía muchos días que no iba.
    Cambié de trabajo y de vida y pasó el tiempo. Hace poco volví a pasar por allí, convertido yo en uno de los que solía ver andando en eses y hablando en voz muy baja conmigo mismo. Me detuve frente al museo. La ventana seguía iluminada. Me quedé un rato mirándola. Incluso llegué a gritar un "¡BAJA!" que asustó a una parejita de adolescentes que venía andando hacia mí y que cambiaron de acera. Me quedé un ratito más mirando, y no sé si fue por el alcohol o por qué, pero juraría que cuando ya me iba, me pareció ver una mano que salía por la ventana y me hacía el gesto de adiós.
     -"Quiero churros." Le dije a la mujer del pez mientras me alejaba.