domingo, 21 de abril de 2019

La mina

a la mina, a la mina, tiene que bajar a la mina.

la primera vez que mandé a uno, se resistió terriblemente. pataleó, gritó, mordió... pero al final bajó. escapó dos o tres veces, pero al final entendió la inutilidad de su gesto  y se resignó a quedarse en la oscuridad.

me quedé tan bien que decidí mandar más. el siguiente no costó tanto. con  cada intento aprendía y se me daba mejor. se resistían menos y aceptaban antes su sino.

aunque le llame la mina, es sólo un agujero negro del que es difícil escapar. pero allí no hay nada que extraer, ni siquiera nada que hacer. sólo pasar los días y cultivar úlceras. el único ansia permitido es que se olviden de uno para siempre.

me volví tan bueno mandándolos abajo, que al final me sonreían y me cantaban canciones, mientras el ascensor que los llevaba al averno se los engullía indefectiblemente. incluso algunos me saludaban con la mano mientras les veía desaparecer, con una sonrisa en mi cara.

pero lo que parecía una buena idea, resultó no serlo tanto. al mandarlos a la mina, me quedaba sin defensas, sin activos para afrontar la vida al sol. y llegó el día en que me sentí indefenso, sin entender por qué. el ajeno apareció de imprevisto, pero no traía ninguna mala intención. yo no sabía como permanecer en pie frente a él.

comprendí que sólo había una forma, y era bajar a la mina y traer de vuelta algunos de aquellos. quizá alguno tan podrido que moriría al instante ante la luz, algún otro que ya ni siquiera reconocería, de otro me daría cuenta que lo guardaba bajo tierra por costumbre, pero del que ya no había necesidad de mantener escondido. demasiados espectros a los que enfrentarse allí abajo, pero valía la pena. al fin y al cabo, lo único que se podía conseguir era la felicidad, porque la miseria de ocultar todo aquello ya me era de sobra conocida.